Allá por la década de los noventa, Robert Dante Siboldi era el ídolo de miles que aplaudían las atajadas del goalkeeper uruguayo que hacía más decorosas las derrotas o mantenía el cero en su arco en alguna ocasión más inspirada. ¿Qué niño oriental no clamaba ser Siboldi cuando le tocaba ir al arco en el picado callejero?
Con firme convicción, muchos supieron gritar “Sale Siboldi”, “Contiene Siboldi y va a devolver”, soñando ser como aquel guardameta de espigada figura e increíble calidad bajo los tres palos que supo incluso ser titular de la selección uruguaya sin tener contrato con club alguno.
Siboldi completó 34 presencias custodiando la valla celeste, transformándose en el símbolo de una época y en un referente para toda una generación que entendió de su mano lo que es ser uruguayo. El gran Robert enseñó mucho en épocas de pocos triunfos y se hizo inmortal en el recuerdo de aquellos que saben apreciar la verdadera esencia de un player de la selección. Desde su 1.93 de altura, fue un faro en el medio de una década de oscuridad. Cuando en la Copa América del ‘93, salió con los ojos húmedos del campo de juego tras perder por penales, todos lo acompañamos. ¡Porque había que pararse en el arco uruguayo en aquellos años! ¿Esperanzas? Más bien pocas, seguramente eran épocas de poco atractivo para ser calendarista. Con Siboldi y sus atajadas, los uruguayos aprendían a valorar el esfuerzo, innegociable cualidad de nuestros players.
Aquel golero de buena técnica, grandes reflejos y extrema sobriedad, demostró con creces que tenía lo que había que tener para pararse estoicamente en un arco pesado durante la Copa América 1993, las Eliminatorias mundialistas para EEUU 1994, la Copa América 1997 y las Eliminatorias mundialistas para Francia 1998.
¿Qué tenía Siboldi? Preguntará algún desprevenido al que no le hablaron de aquella muralla infranqueable que supo ahogar tantos gritos de gol, que fue el mejor de la celeste en tantos otros compromisos, que evitó innumerables caídas de su valla, desvió un sinfín de remates de afuera del área e infinidad de mano a mano importantes. Si los botijas preguntan, será su deber responder que, cuando la defensa uruguaya hacía más agua que el Titanic y las jugadas de gol rivales se sucedían; era Robert Dante Siboldi el responsable directo de poner sangre fría y manos activas para que Uruguay alimentara alguna ilusión.
Si una palabra lo pudiera definir, sería “sobrio”. Y si existiera justicia en el deporte, tendría que haber sido el golero en la Copa América de 1995, para obtener ese merecido sorbo de gloria deportiva entre tantas tardes de reveses. Pero tal vez, la trayectoria de Siboldi no estaría tan asociada a la estoicidad, si hubiera sido campeón. Por eso, volvió a ser titular en la Copa América de 1997 y en las Eliminatorias para el Mundial de 1998.
Aquel cuidavallas de rostro serio y corte a lo Karibe con K, que logró con su categoría evitar catástrofes aún mayores, disputó su último encuentro en el arco celeste el 10 de setiembre de 1997. Aquel día, perdimos 2-1 ante Perú. Pero Siboldi ya había ganado, porque en este país siempre hubo gente que sabe que no todo va en ganar o perder, sino en la forma en la que uno se planta ante la vida.