Todo el que lea esto vio alguna vez un clásico del Río de la Plata, cualquiera haya sido el resultado del mismo. Es hasta anecdótico, podría decirse, por aquello tan manido de que no importa tanto el contenido sino las formas. Porque de alguna manera, el uruguayo siempre necesitó sentirse representado por esos once elementos –diez de celeste y uno generalmente de gris o negro- que salían al field justamente en calidad de representativo. Podrían ganar, empatar o perder; pero jamás iban a pasar desapercibidos. Mucho menos cuando enfrente está el combinado porteño, ese rival que nos dignifica y enaltece, y al que por lo general –en una época- le sacábamos los colores de la cara con alguna arrimadita de ropa al cuerpo.
Olvídese del icónico enunciado “Ataca Argentina, gol de Uruguay” que llegaba en forma de cable de prensa mientras una multitud expectante se congregaba en la Plaza Independencia para conocer las alternativas de la Final olímpica ante los vecinos. En este caso, fue justo al revés. El golero de ellos se convirtió en figura en varias oportunidades ante los embates de nuestros foguars, sin que nadie le metiera un codo en las costillas en un córner. Y así, por no concretar las posibilidades, se llegó a lo que decía siempre el Dr. César L. Gallardo, un eximio comentarista de los que ya no hay: “Goles errados son goles en contra”. Incluso cuando son “de biógrafo”, o de pase desde afuera del área, como para desmoralizar a cualquiera mientras entraba picando mansita en nuestra valla después de 40 minutos de buen dispositivo táctico. Claro, después uno piensa que Argentina tenía dos goalkeepers jugando para ella y entiende muchas cosas. Así es muy difícil.
Llegó luego en medio del desconcierto el segundo de ellos, que hacía rato eran animados con el “OLE” que caía desde las tribunas. Tampoco eran acalladas esas voces con algún conato de violencia del Colectivo de Porteros de Edificio Uruguayos Residente en Argentina (C.P.E.U.R.A), porque apenas había 30 compatriotas más preocupados por mostrar sus cartulinas pidiendo la camiseta de algún Bastriboy. ¿De las tarjetas? Ni noticia, fue la primera vez en la historia del clásico rioplatense que los dos terminan sin rojas ni amarillas. Ellos que hagan lo que quieran, más si iban ganando, pero a nosotros no nos puede pasar nunca. Hay tradiciones que se deben respetar, que se debe inculcar desde la casa y desde la escuela mismo su cumplimiento a rajatabla. ¿Nos van ganando? Hay que ponerse ásperos. ¿Nos cantan “OLE”? Es necesario redoblar esfuerzos en ese sentido, juntando alguna rodilla que cambie la baboseada por un “OHHH” de preocupación por el player que se revuelca de dolor.
La única chance que usted iba a tener de ver algunas rojas o una amarilla, era si sintonizaba el partido de Paraguay y había algún jugador apellidado de esa forma. Nuestro team hace rato que persigue denodadamente el campeonato mundial de ferplei, mucho más que lo que persigue a un rival que se florea para hacerlo comer un poco de pasto. Un seleccionado argentino con un guardameta de apodo “Dibu” y un zaguero al que le dicen “Cuti” fue suficiente amenaza para un equipo celeste que hace ver al recordado cervatillo Bambi como una fiera indomable. Pensar que alguna vez, el propio Maradona dijo que no se podía venir más a jugar a Montevideo porque éramos unos animales, o que cuando jugaba con Ariel Krasouski decía que de nuestro compatriota ya dolía el solo hecho de pronunciar su apellido. Qué lejos estamos de todo eso, lamentablemente.
Si pensamos que en estos días se cumple fecha de la última vez que sacamos un punto en Argentina por Eliminatorias, 24 años para ser exactos de que un combinado oriental con el enorme Roque Gastón Máspoli en el banco le sacaba un 0-0 a los albicelestes basado en las manos del Manteca Nicola y las patadas del Pacha Barilko, seguramente nos den ganas de llorar. Como las que le darían a don Roque si viviera y le tocara dirigir, viendo como Muslerita descubre una nueva manera de encajar un gol. Seguro se metía al arco, con los 80 años que tenía allá por 1997, después de darle una cachetada a dorso de mano (sin guantes, como atajaba él).
El segundo tiempo fue anecdótico. Uno sabía que no iba a llegar nunca el gol del honor, ni la reacción, ni la trifulca, ni la patada descalificadora al mejor de ellos. Terminamos con menos faltas que ellos, y nadie dice nada. Faltan elementos con resto anímico, que se agranden en las difíciles y saquen a relucir lo que hay que sacar a relucir, jugadores del medio local a los que no les importe el rival que tienen enfrente. ¿Dónde quedó el “pegamos los primeros diez minutos y después ganamos jugando al fútbol” del Mariscal Nasazzi? ¿Qué fue de las enseñanzas que dejó Obdulio al respecto de cómo enfrentar a los argentinos? ¿Nadie se acuerda ya de los valores pregonados por Paolo, el Chengue y el Canario, que decían que “a los porteños, ni un vaso de agua”? Esto debería parecer obvio, pero no lo es tanto. Hay gente que puede llegar a escandalizarse, pero si no se puede ganar, cabe recordar que siempre, pero siempre hay que pudrirla.
Basta de sutienes, de besos con los rivales, canilleras de colores y protectores bucales. Seguro la depilación definitiva barre mucho más que vello, también se lleva de la mano a otros factores que antes eran inherentes al player oriental. Nos han cambiado las tarjetas por cartulinas pidiendo las camisetas de los jugadores, nos cambiaron oro por cuentas de vidrio, nos vendieron gato por liebre. Es momento de reaccionar, de reinstaurar el Consejo Único Juvenil para de a poco empezar a volver a impregnar a nuestro combinado de los valores que se han perdido. No es tarde para enderezar el barco, Víctor Haroldo Púa aún está esperando un llamado con el teléfono con 100% de batería.