Paresé y griteló, porque así lo amerita ganar en la hora con lo justo y sin que sobre nada. Piense que hubo calendaristas que se fueron desilusionados del estadio al ver que no hubo ballet al que gritarle “ole” ante una sucesión de toques en el medio de la cancha. Fue un partido de los que se podrían denominar “feos” -si usted es un somelié de la posesión y el pase atrás-, pero de los que se ganan como se ganaron siempre. Como se ganó este.

La cancha estaba mal, decían algunos desconociendo la rica historia forjada en el campito y trasladada a las canchas con poca concentración de pasto por metro cuadrado. Horrorizados, veían como el estado del field conspiraba contra el atildado estilo propuesto por nuestro combinado desde que estos insolentes coparon el terreno en el que otrora batallaron hombres afectos a la pelota dividida y el barrial como hábitat natural. Así, la pelota empezó a rebotar en los pies de los refinados volantes orientales que no reaccionaban ante la inclemencia que se les presentaba debajo de sus botitas sin cordones.

Sin posesión, tampoco había un “¡salimo!” de los zagueros ni un uñazo de los marcadores de punta buscando vaya a saber qué cosa. No había un desborde del puntero Rodríguez ni un pase gol del promocionado De la Rasqueta, el partido pedía a gritos jugarse por aire y no nos dábamos cuenta. Haga memoria y trate de recordar las jugadas de gol del combinado, va a ver que no va a encontrar ninguna. ¿Patear de afuera del área para ver si pasa algo está prohibido por las santas escrituras del fútbol bonito? ¿Acaso se pretende tapar la enorme influencia del viejo y querido “buscapié” en nuestra historia? “No se puede tirar centros porque los zagueros de ellos son muy altos”, repetían los que morían con los ojos abiertos desconociendo que hay en nuestro team algún elemento de metro noventa y todos los demás tienen codos.

Por suerte se iluminaron el player Nandez y el Bastriboy Bentancur, reconociendo que si la pelota no se deslizaba, sí podía hacerlo el cuerpo de alguno de los nuestros sobre el poceado campo de juego para terminar conectando con la extremidad inferior de algún ecuatoriano al que hacer volar cual tero del Centenario ante algún pelotazo cruzado. Así sí se ganan las tarjetas, no por protestar o por sacarse la camiseta en un gol. Pudo incluso la del espigado poseedor del balón haber merecido un poco más que el color amarillo, cosa que hubiésemos aplaudido porque esa es la forma en la que se eleva el tono de un match. Sin embargo, se alzaron voces de preocupación y repudio a ambos jugadores por su “juego desleal” y por las amonestaciones recibidas. Así estamos, por increíble que le parezca.

Mientras se iban apagando los infames “soy celeste”, le televisión tomó al juvenil Pereiro colocándose el sutién ese que usan ahora bajo la casaca. Quizás nadie presagiaba que iba a convertirse en héroe, mucho menos cuando acto seguido ingresaron otros elementos. Pereiro entró y le costó un poco el trámite, dado que lo suyo va un poco en la línea de elegancia de los Bastriboys, De la Rasqueta y compañía, pero la historia le tenía reservado un lugar. Después de gritar hasta rompernos la garganta un gol de esos que ya no se hacen más pateando con alma y vida del player Vecino –anulado por el nefasto VAR-, creíamos que la cosa iba a terminar así. Los calendaristas enojados por las amarillas y el juego alejado de sus principios, nosotros calientes porque nos íbamos del partido sin intentar poner una pelota en el área de ellos.

Pero en los descuentos, después de un tranque en la mitad de la cancha y una recarga con apertura para el voluntarioso Nandez, vino lo que parecía increíble: un centro atrás para la entrada de un Pereiro que conectó como un centrofóbal con los ojos bien abiertos. La jugada más vieja del fútbol lo había hecho posible, para los que no lo gritaron porque no hubo antes una sucesión de 15 pases y un movimiento en bloque en el último tercio del campo. A corregir: otra vez ganamos la posesión y cometimos menos faltas que el rival, en un partido de local y con una cancha en la que se podía faulear hasta sin querer con la excusa del resbalón. No es oro todo lo que reluce.