El fútbol ha cambiado, creemos que para mal. No resulta ajeno nuestro deporte a lo que viene pasando no solo en el país sino en el orbe entero, algo que parece no alarmar a nadie. Vivimos en un mundo de liviandad, en el que claramente la gente no está dispuesta al sacrificio. Piense en algo, en lo que sea, y va a ver que es así. ¿Compromiso? Hay menos. ¿Pundonor? Infinitamente menos. ¿Tolerancia al dolor? Ni la enésima parte que en generaciones anteriores. Lo peor de todo, es que nadie parece hacer ni el amague de alzar la voz ante la cada vez más creciente tendencia a la metrosexualidad que impera en los vestuarios actuales en forma de secadores de pelo y cremas anti edad; ni frente a los hábitos alimenticios que hicieron creer a tanta gente que comer un plato de buseca es un crimen, mucho menos a la hora de exigir que los players pisen fuerte y sigan jugando si se doblan un tobillo. ¿Y se ve a algún técnico decir algo? No, porque los técnicos también creen en estas cosas y además emplean drones en las prácticas e integran sus equipos de trabajo de forma interdisciplinaria para el mejoramiento integral del futbolista.

Es en estos momentos oscuros, en los que el pesimismo nos invade a aquellos que clamamos por la vuelta de los Viejos Valores (léase las buenas costumbres que nos llevaron a ser respetados en cualquier parte), cuando tiene que venir alguien no emparentado con el fútbol a plantar la bandera de aquello que se ha perdido en la noche oscura y a decir que está todo bárbaro con los avances, pero que había cosas que antes eran mejores que ahora. Es desde el ballet, un reducto diferente, desde donde un maestro carraspea y dice con el ceño fruncido algo que debería retumbar bien fuerte en los oídos de los que se depilan el entrecejo y se tiran al suelo cuando sobreviene un tironcito. Julio Bocca, tal es su nombre, ha clamado en una reciente entrevista que también en su área las cosas han cambiado y no siempre para mejor: “Hoy un bailarín te dice ‘me duele el dedo’, y queda tres días parado; yo bailé con costillas rotas”. Clarito, habrá más infraestructura o más comodidades, pero ya no se aprietan los dientes ante alguna dolencia. También, los bailarines piden el cambio enseguida. Es Julio Bocca (argentino él, pero curtido por su radicación en nuestro país) el que dice que antes se bailaba en piso de cemento, baldosa o madera y ahora tienen piso de goma o parqué flotante, el que señala que los bailarines de antes podían hacer ocho funciones semanales durante dos meses y a veces había kinesiólogo; mientras que ahora, si no tienen todas las comodidades, no bailan. Así como una vez, Obdulio dijo que la final contra los brasileros se ganaba con los huevos en la punta de los botines; este Obdulio porteño del ballet indica el camino a seguir a aquellos que solo se diferencian de los bailarines en que patean una pelota.

Imaginamos a don Julio crispándose al intentar explicarles a los juveniles que a los rusos del Bolshoi o a los yankees del Ballet de Nueva York, solo se les podía ganar con los huevos en la punta de las ballerinas y sin reclamar aire acondicionado como condición sine quanon para salir al escenario. ¿Cómo no ponerse del lado de este hombre que con su ejemplo trasciende los límites de un público culto que desconoce que se puede bailar el Cascanueces con una costilla rota, o lograr emocionar hasta las lágrimas ejecutando el Lago de los Cisnes con una uña encarnada? Ojalá alguien recogiera el guante y aprovechara la experiencia de este obdulista nacido fuera de nuestro país, sí; exponente de una disciplina diferente a la nuestra, también, pero un hombre que jamás dejaría fuera de una convocatoria a un centrojás si este acusara una contractura en el sóleo días antes de un match crucial. Quedate tranquilo, Obdulio, que Julio Bocca podrá no ser el más avezado en cuanto al 4-4-2 o el 4-3-3; pero tiene claro que, si no estamos dispuestos a dar un poquito más y a soportar algún dolorcito, va a haber siempre japoneses prontos para darnos flor de baile.

Este texto de Sebastián Chittadini fue publicado originalmente en la edición 31 de la Revista Túnel, noviembre/diciembre de 2019.