Esta vez no fue necesario desparramar a rival alguno, ni juntarle las rodillas a nadie ante alguna pizarreada. No hizo falta gritar, ni decir palabra alguna, tampoco meter el gaucho a ningún rival. No, el único desparramo fue el que hizo nuestro capitán Diego Roberto Godín durante un partido de la liga española.

Por si a alguno no sabe a qué apuntamos, hablamos de ser uruguayo. Concretamente de demostrar lo que es ser uruguayo, haciendo un desparramo de uruguayez que recorrió el mundo. Porque hay muchas cosas que hacen al ser uruguayo, pero una sola manera de serlo. También en una cancha de fútbol, porque se juega como se vive.

Todos lo vieron. En un pique tratando de mantener el paso frente a un ágil elemento de ébano del equipo rival, Godín se desgarró. Puede pasar, ya que nuestra alimentación rica en carne vacuna contribuye a las lesiones musculares y nuestros jugadores se rebuscan para hacer asado, aun en Europa. Faltaban 25 minutos más los descuentos y su equipo no tenía más cambios. ¿Qué haría un ciudadano de otra nacionalidad, o incluso algún neouruguayo? Ponerle cara de circunstancia al técnico y dejar a su equipo con diez hombres, seguro. Total, el fútbol hiperprofesional y carente de compromiso de hoy avala este tipo de cosas. Nadie le iba a decir nada, ni iba a estar en riesgo su idolatría.

Pero un hijo de Obdulio jamás deja a los suyos en la adversidad. Y allá fue, desgarrado, Roberto Godín. A jugar de nueve, como en sus comienzos. A apretar los dientes bancando el eventual dolor, metiéndose entre los zagueros rivales para hacerles lo que no les gusta que les hagan: un gol. Y no cualquier gol, sino uno postrero, agónico y en una pierna. Hasta podemos hacer una sigla de ese momento épico con las letras de su nombre: G de guapeza por llegar a límites de sufrimiento a los que cualquier blandito no llegaría ni en sueños, O de obdulismo porque tuvo la épica del gol del Negro Jefe a los ingleses en 1954 (en este caso el desgarro fue posterior al tanto), D de dignidad por razones obvias, I de inyección anímica por el hecho de que sus compañeros ven que tienen al lado a un hombre que da un poquito más que ellos y N de nobleza, porque ¡qué ser noble ese Godín! Nobleza obliga. Si acaso, el único pero que podemos encontrarle a ese momento que nos enorgullece como país sea que no se dio jugando por la gloriosa casaca color cielo. Imagínese lo que podría ser un partido de la Selección ganado de esa forma, sin dudas una plantada de bandera que ni Armstrong en la Luna. Pero si algo es un uruguayo fuera de Uruguay, es un embajador. Se ha demostrado tantas veces, que no sería posible enumerarlas. También sería injusto dar nombres, pero sí podemos hablar de patrones que se repiten en los compatriotas que van por ahí demostrando cómo somos. Porque lo que hizo Godín, no podría haberlo hecho un brasilero ni un español, tampoco un japonés o un alemán. Por eso, debería mostrarse incluso en Uruguay, donde más debería existir la preocupación por ser uruguayos. Al fin y al cabo, somos los únicos. Y somos únicos, no está mal decirlo.

Así como los Olímpicos asombraron al continente europeo en 1924, otro uruguayo dio en 2018 una muestra gratis de lo que siempre fuimos. Otra que muestra gratis, lo que Godín dio fue una clase magistral. Aunque ya no sea moneda corriente, porque los uruguayos hemos cambiado –algunos dirán que para bien– como cambió el mundo, el capitán dejó un recordatorio de que un uruguayo es eso: un tipo común y corriente, no demasiado agraciado físicamente, con calvicie prominente y joroba distintiva; que se manda una patriada lejos de su patria y también de su área. Un hombre que no negocia el pundonor ni aun con un tajo en el recto posterior, que no se guarda nada.

Lo vio el mundo, al tiempo que un estadio coreó el “uruguayo, uruguayo”. En forma de sudor, de entereza y de lo que no se compra en las farmacias, la cédula de identidad de Diego Roberto Godín quedó esparcida por todo el césped del Wanda Metropolitano. Si alguien la encuentra, que avise en boleterías. Aunque algunos uruguayos no precisan documento para demostrar que lo son.

Este texto de Sebastián Chittadini fue publicado originalmente en la edición 25 de la Revista Túnel, en diciembre de 2018.