Lo que se vio en el Parque de los Aliados solo puede ser definido como “escenas de calendarismo explícito”. Tanto es así, que motiva nuestras reflexiones solo para enfocarnos en comparar lo acaecido ante el combinado de ciudadanos panameños con un hipotético match de despedida –si es que cabe el término- de la gloriosa selección del año 2002 antes de emprender el viaje a tierras asiáticas. Son veinte años, nada al decir del Mago Carlitos Gardel, los que separan a un hecho –lamentablemente real- y a otro –lamentablemente nunca ocurrido- en el tiempo. Y la sensación que nos invade es de honda preocupación. ¿Cuándo nos pasó todo esto? ¿Por qué? ¿En qué momento se desarticuló el Consejo Único Juvenil?
Definir lo que pasó en las históricas instalaciones del Monumento al Fútbol Mundial es una tarea tan ardua como la de tratar de explicar qué pasó con Jamaica y con Zambia, rivales a los que la Celeste sorteó sin siquiera jugar. Nos dicen que al momento de dictarle estas líneas al esclavo, la AUF trabaja en los escritorios para pedir los puntos y, de esa forma, sumarlos al palmarés del Tornado Alonso para el beneplácito de un público que rompió todos los límites del exitismo y promete ir por más.
¿Qué hubiese sido de un match de similares características protagonizado por la selección del 2002? Para empezar, no se le hubiese llamado “partido de despedida”, mucho menos si tenía lugar cinco meses antes del Mundial. Las despedidas edulcoradas son cosas de calendaristas, de gente que se toma el tiempo y el trabajo de confeccionar una cartulina pidiéndole a Maximiliano Gómez su camiseta, de “fans” que van al estadio para subir una historia a Instagram o para que las cámaras los enfoquen. Aquella selección discutida que poco menos tenía que implorarle al público –del que estaba tan alejada como el Chengue de los fundamentos técnicos del fútbol- para que pagara una entrada para verla en un partido crucial de Eliminatorias. De todas maneras, se jugaban con 15.000 personas en las tribunas, en un buen día.
Aquella selección de hombres poco afectos a la sonrisa fácil y totalmente ajenos a la comunión con el público –de hecho, apenas un integrante del plantel había tomado la comunión porque fue a colegio de curas- se preparó para el Mundial con una gira lo más lejos posible del territorio nacional. Si la selección comandada por Víctor Haroldo Púa hubiera hecho un partido despedida, este hubiese sido ante 7000 personas máximo y, en caso de que un rival lesionara a uno de los nuestros, un boxeandinga con el gorro de lana encasquetado hasta las cejas inmediatamente ajustaría cuentas o lo haría probar de primera mano las aguas del foso. Todo mientras sonaban los tambores en el talud y el cafetero se rompía la garganta tratando de agotar las existencias de jugo de paraguas para matar el frío imperante en el coloso de cemento.
Sin embargo, hoy todo es muy distinto. Cuando juega Uruguay, a la canción “Cuando juega Uruguay” la canta otra persona que no responde al nombre de Jaime Roos. En el entretiempo, no se escuchan los reclames de rulemanes y chorizos, sino que canta una murga –sin ganas- y no Los Saltimbanquis o La Reina de la Teja, seguida de unos cincuentones bullangueros que al parecer venían de Argentina. Tras finalizar las acciones, que el combinado del 2002 hubiera completado con un empate lleno de dudas y murmullos de los pocos presentes, no hubiera habido noche de las luces y el público no se hubiera quedado a sacar fotos. No, aquellos estoicos que iban a ver a Paolo, el Chengue, el Canario, el Chino, Darío Silva y Darío Rodríguez, entre otros, salían disparados porque perdían el ómnibus.
Hoy, permanecen quietos y felices en su lugar, se regodean con el 5-0 y gritan alborozados cuando Roberto Cavani habla tras recibir el premio al jugador del partido. Un ciudadano con chaleco reflectivo y lentes de natación entona una melodía indefinible mientras las luces del Estadio ya no imploran que “Aguanten, che”. En 2002, probablemente el hecho de apagar las luces hubiese causado algún desmán entre los pocos presentes y alguna sustracción de efectos personales. El ensayo ante un combinado juvenil reforzado con algún muchacho del medio local panameño debería finalizar con un 0-0 cerrado y dejando dudas en público y periodismo, todos congelados por el cemento del coloso. Pero por algún motivo, del que hay varios culpables, sonaron las vuvuzelas y se hizo la ola, las familias de los jugadores bailaron con esa música indescifrable (las familias de los del 2002 no hubieran venido, porque se tenían que pagar los pasajes en clase económica).
El hincha del 2002 jamás se hubiese pintado la cara, el combinado del 2002 no le hubiese pintado la cara a un rival de este calibre. Pero no por algún tipo de clemencia, sino por sus propias limitaciones derivadas de la falta de tiempo de trabajo y al exceso de ácido úrico en sangre por la gira de asados con los amigos. Ya no somos nada de lo que fuimos, cosa que para algunos es motivo de orgullo. Ojalá pudiéramos desver lo que vimos, ese idilio que por momentos hubiera hecho sonrojar al más meloso guionista de teleteatros. La desazón es mucha y la preocupación aún mayor, porque esta tendencia parece irreversible si no hacemos algo ya.