Una generación dura más o menos veinte años. Veinte años, aunque Gardel haya cantado que no es nada, es mucho tiempo. En ese tiempo, exactamente, hemos pasado de una madrugada en la que los primeros indicios del calendarismo apagaban el televisor cuando el combinado se iba al vestuario perdiendo 3-0 ante un team africano, a calendaristas ya consolidados deambulando por la vida porque no vamos a jugar Octavos de Final. En el medio, pasó algo. El público se hizo amigo de las maduras, porque no le tocó recoger ninguna de las verdes. Se habituó a ver a Uruguay pasando fases en Mundiales, se habituó a ver a Uruguay ir a los Mundiales y mientras tanto, el clima era de total armonía y dulzura. Los players se volvían de golpe más agraciados, ya no había que correr de atrás a la gente con el único fin de regalarle una entrada para ir a ver a la selección, planificaban sus viajes a los destinos más exóticos para disfrutar de las “fan fest” y hacer la ola en estadios extranjeros. Ahora los queremos ver.
Veinte años. Hace veinte años, el público luego devenido en club de fans no quería a los jugadores que vestían la gloriosa malla color cielo. Las marcas no los llamaban para hacer publicidades, no salían en televisión más que cuando jugaban, ningún niño ni adulto se compraba sus camisetas y el Mundial 2002 era visto de reojo. Los de siempre, los que supieron ir a la talud o a amedrentar a los australianos antes de vibrar con los goles de un Chengue Morales que unos meses antes cargaba cajones en el Mercado Modelo, fueron los que vieron el empate sin goles contra los franceses, entonces capeones del mundo; los que se rompieron la garganta gritando el gol de Darío y puteando al Negro Mende, los que siempre le tuvieron fe a la reacción liderada por el propio Dios de ébano, el Canario García y el hijo tenista de Pablo Forlán.
Dos décadas atrás, se jugaba un Mundial en Asia. La interna del plantel uruguayo estaba complicada, pero se manejaba de puertas para adentro. Se llevaban jugadores lesionados o sin rodaje y se llegaba al último partido a buscar la épica clasificación ante un combinado de ébano. Y no se lograba. Aunque esta vez no hubo una delegación que fuera a visitar el vestuario rival para tonificar los ánimos, ni un estratega que mandara al equipo arriba a buscar lo que había que encontrar, queda la sensación de que otra vez nos hemos quedado solos. Y eso, es motivo suficiente para cerrar el puño y festejar hacia adentro, porque ahora son ellos los que no saben qué hacer. Nunca vieron al equipo quedar eliminado en fase de grupos, nunca vieron divisiones internas, fuego cruzado entre jugadores o entre los mismos players y el DT, no vieron a la prensa fogonear para ya ir barajando nombres de sucesores cuando el técnico en funciones ni se sacó el traje. Ahora, mientras piensan en qué hacen con los pasajes marcados para dentro de varios días, ya piensan a qué selección van a animar en lo sucesivo. Porque ellos son así y nosotros, que volvimos, somos muy diferentes. Hoy y hace veinte años, una generación o dos décadas atrás; el mejor siempre es el que no juega. Hoy, como siempre, volvió la celeste de antes, la que no admite lugar para las cartulinas pidiendo camisetas.
Los dirigentes, como en Maracaná y como siempre, toman whisky mientras usted se amarga y los jugadores se juegan enteros. Algunos, otros no tanto. Vendrán ahora tiempos de discusiones bizantinas sobre los repatriados y épocas de descreimiento, en las que el calendarista va a pasar por los locales de Antel y va a mirar torcido a quienes eran hasta hace nada las personas más importantes de su vida. Tranquilos nosotros, ya sabemos que en la vida todo es cíclico, que a esta selección le faltaron jugadores del medio local y, sobre todo, elementos de ébano. En 2042 hablamos, a ver quiénes siguen al firme en las buenas y en las malas.