José Leandro Andrade fue sin duda uno de los jugadores más brillantes de su época, el primer ídolo negro en el fútbol. Nació en Salto, el 22 de noviembre de 1901 de la pareja formada por una argentina y el hijo de un ex esclavo negro que escapó del Brasil, que además era experto en magia africana.
Internacionalmente con la Selección participó en 34 encuentros convirtiendo un solo gol. Mediocampista que fue campeón en los Juegos Olímpicos de París en 1924, en Ámsterdam 1928 y la Copa del Mundo en 1930, Andrade también estuvo presente en las obtenciones de las Copas América de 1923, 1924 y 1926. En 1927 fue distinguido como mejor jugador del torneo continental.
De muy chico se trasladó al barrio Palermo para vivir con una tía. Leandro estaba apasionado por el carnaval, tocaba el tamboril y alternaba trabajos como lustrador de zapatos o canillita mientras hacía sus primeras armas como futbolista en el club Misiones. Su primer contrato profesional fue con Bella Vista, donde se desempeñó como volante derecho.
Pronto se convirtió en un jugador llamativo. Su color de piel, su 1,80 y su estilo de juego muy particular, muy flexible, muy acrobático, enamoraba al público allá donde iba. Fue precisamente el Mariscal José Nasazzi (con el que coincidió en Bella Vista) el que lo recomendó para jugar a nivel internacional.
Así, Andrade fue convocado para jugar en las Olimpiadas de París en 1924. Fue allí donde empezó la leyenda. Andrade, que era un tipo muy extrovertido y simpático, se encontró en París como pez en el agua. En la capital francesa fue la sensación dentro y fuera de las canchas, y lo bautizaron como “La Maravilla Negra”. Consumado bailarín, no desaprovechó la oportunidad de lustrar las pistas todo lo que pudo y más, y de lustrar alguna cosa más. Entabló buena amistad un buen número de francesas, que caían rendidas ante el exotismo y la pinta de nuestro compatriota. Incluso llegó a bailar un comentadísimo tango con la mítica bailarina de cabaret Joséphine Baker.
Otra anécdota fue cuando en plena concentración de la selección en París, Andrade desapareció, provocando la preocupación de todos. El delantero Ángel Romano, que era buen amigo suyo, se ofreció para buscarlo. En realidad, Romano tenía una dirección que Andrade le había dado por si ‘desaparecía’. A esa dirección se dirigió, y se quedó extrañado al ver que era un lujoso apartamento. Tocó timbre y una señorita le abrió. A pesar de que entre ambos no se entendían, cuando Romano dijo “Andrade”, la joven sonrió e hizo pasar al delantero. Éste se quedó helado. Ante él apareció el Negro Andrade, vestido sólo con una bata de seda, rodeado de bellas señoritas con poca ropa y perfumadas con caras fragancias. Andrade era la estrella dentro y fuera de la cancha.
Uruguay ganó el oro y regresaron al país en medio de una locura generalizada, ovacionados por multitudes. Andrade ya era un héroe nacional. Pasó por Nacional y por Peñarol, aunque empezó a tener un tren de vida que le pasaría factura. La Maravilla Negra era un vendaval de bohemia y noche. Además, desde los Juegos Olímpicos arrastraba una extraña lesión que a la postre acabaría con su carrera. En un lance de un partido, chocó contra uno de los palos, provocándole un problema en la vista que degeneró poco a poco. Pero aún tenía mucho fútbol en sus botines.
Justamente por esa condición de héroe olímpico, Andrade fue convocado para jugar el primer Mundial de la historia en 1930. Uruguay se convertía en la primera sede mundialista, y Andrade formó parte de esa mítica oncena conformada por Ballesteros; Nasazzi, Mascheroni; Andrade, Fernández, Gestido; Dorado, Scarone, Castro, Cea e Iriarte que se proclamó campeón del mundo. Andrade estaba ya en decadencia, pero aún así aportó lo suyo, como una jugada defensiva que perfeccionó, llamada la tijera: se lanzaba frente al atacante rival que llevaba la pelota, estirando mucho la pierna izquierda, mientras que con la derecha, le sacaba la pelota.
Después de la Copa del Mundo, se aceleró la decadencia. Jugó en Argentina (Atlanta y Lanús), en Wanderers y se retiró en Argentinos Juniors. Su vida, a partir de ahí fue un declive permanente. Se arruinó, sus amigos desaparecieron y volvió al barrio Palermo, tan pobre como cuando llegó siendo un niño. Ciego, enfermo pero con la dignidad intacta, jamás exigió reconocimiento por lo que había hecho por el fútbol de nuestro país. Tampoco nadie fue a buscarlo, y murió sólo y olvidado a los 56 años.
QUE VUELVAN LAS MARAVILLAS NEGRAS DE ANTES, QUE VUELVA LA CELESTE DE ANTES!