En 1995, un grupo de players vestidos impecablemente por enerre conquistó América frente a su público. A algunos no les dirá mucho, pero la de los comandados por el querido Pichón Héctor Núñez fue ni más ni menos que la última cita de la celeste de antes con la gloria deportiva (no con otro tipo de logros) y merece ser reconocida por un pueblo que hoy en día valora más la cantidad de seguidores en instagram de un jugador que su imbatibilidad en los tranques.

Luego de superadas las rencillas con los repatriados durante el ciclo de Luis Cubilla, el españolizado estratega dispuso para aquel torneo una base de jugadores jóvenes del medio local y designó a algunos elementos más experimentados para ejercer el liderazgo. El resultado fue un equipo que podía dejar tranquilo a cualquiera de las viejas glorias de nuestro combinado: fuerte, bien armadito, con metedores en todas las líneas y alguno que jugaba alguna cosita. El team uruguayo mandó a varios a pelar las chauchas y de alguna manera cumplió con su deber luego de haber quedado afuera del mundial de 1994. Basta recordar la alegría de la gente, cómo se entonaba la canción “Todos Goleando” del Pájaro Canzani, la identificación de los niños con el entrañable Torito Pepe; para añorar eso que fuimos y ya no somos.

La solvencia de Harry Álvez en la valla, la solidez defensiva de un Pepe Herrera, la grata revelación de un Gustavo Poyet al que por única vez alguien supo encontrarle el puesto en la selección y un Enzo Francescoli reconciliado con el público conformaron lo que podría denominarse como la “columna vertebral” de un equipo de hombres. Un verdadero equipo de hombres, jugara mejor o peor, era lo que pedía la gente. Con eso, uno se va tranquilo para su casa más allá de los resultados circunstanciales. ¿Y qué le pide uno al combinado que juega una Copa América en casa? Que la gane, más si en la Final toca Brasil. Es así, después habrá otras cuestiones a atender, pero primero lo primero.  

Los bayanos eran los campeones del mundo, venían con viento en la camiseta y sabemos cómo son ellos cuando los agarra la brisa de atrás. El elemento norteño gusta de sentir ese respeto del rival ante su calidad, pero no disfruta especialmente cuando los de enfrente visten de celeste y juegan con los dientes apretados.  Para jugar esa final, salimos representados por Álvez; el Negro Ménde, Herrera, Eber Moas y Tabaré Silva; Dorta Álvaro Gutiérrez, Poyet y Francescoli; Fonseca y el puntero Otero. A los 35 minutos, ingresó el brasilero Adinolfi por el lesionado Tabaré Abayubá Silva; mientras que en el entretiempo, el Pichón quemó las naves y mandó a la cancha a Bengoechea por Dorta y al Manteca Martínez por Fonseca. Más de 60.000 gargantas gritaron a viva voz “Uruguay nomá”, tras un encuentro en el que, como era de esperar, el dominio comenzó para el lado brasilero. Pero Uruguay tenía un sólido andamiaje defensivo, players de endurance que se abroquelaban, pero también tenían con qué salir a buscar el empate. Digamos todo, estaba cuesta arriba la cosa tras el gol de ellos a los 30. Diga usted que teníamos a un hombre que le pegaba a los tiros libres como uno de los de amarillo, tal vez por haber nacido muy cerca.

Aquel tiro libre de Bengoechea fue de esos que ya no se ven mucho, menos en una final. Al rincón de las arañas del rubio semicalvo cancerbero brazuca. No nos daba para mucho más que para aguantar ese empate como si fuera el sueldo en un día 25 del mes, por eso terminamos los minutos restantes con el corazón en la mano y los genitales en la boca del estómago, casi como si fuera todo lo mismo. La lotería de los penales puso a Francescoli con un hombro a la altura del ombligo a patear el primero. Demostración de hombría de un jugador que jugaba mucho pero tampoco arrugaba. Gol. Pablo Bengoechea sumó un penal anotado a su historial en finales de Copa America, el Pepe Herrera lo pateó como lo debe patear un zaguero uruguayo, el Guti hizo que los genitales nos pasaran de la boca del estómago a la boca y el Manteca ejecutó con frialdad para terminar con un avioncito triunfal en una fría tarde de gloria. Era todo alegría, y olé.

Es pensar en aquel estadio repleto en el que se vendía cerveza y habilitaban las taludes, en aquellos futbolistas, en la ofrenda triunfal al pueblo uruguayo, en un Pichón Núñez que había prometido varios sacrificios por el fin de alcanzar el triunfo, y la nostalgia aflora inevitablemente. El país volvía a creer en alguien, en la figura de aquel orientador que recién había asumido como DT de la selección después de la eliminación del Mundial de 1994. Seguramente, todo desembocaría en una clasificación a Francia. Pero en el medio, pasaron cosas. No importa, nadie le quitará a este grupo de jugadores el inmenso honor de haber agregado los últimos laureles a la gloriosa historia de la celeste de antes.

Salú, campeones. Por lo que fuimos.