Todo el mundo vio y habló de la patada del botija Valverde, acción que estuvo en el tapete y fue centro de debates en los que la moral y la ética fueron puestas en cuestión. Y con tanto alboroto, uno se pregunta cuándo fue que nos empezó a asombrar que un player haga ni más ni menos que lo que tiene que hacer dentro de la cancha, cuándo el uso de un recurso de este tipo se empezó a ver con asombro y estupor, cuándo cambió tanto el fútbol como para que una acción normal del juego haya pasado a ser objeto de estudio de filósofos y guardianes del ferplei.

Por una vez, un compatriota volvió a mostrarle al mundo que de este país siguen saliendo hombres que entienden lo que el partido requiere y lo hacen sin despeinarse. ¡Mire si cada patada de atrás de Paolo Montero o el Canario García iba a ocupar espacio en todos los noticieros! Ahora, esto debe hacer que nos planteemos que la norma se ha convertido en una peligrosa excepción, excepción sí que al mismo tiempo es una luz de esperanza sobre la que reconstruir el legado del jugador uruguayo en las canchas de Europa. Porque el Chueco Perdomo no fue noticia por pegar algún latazo en los fields ingleses, italianos, argentinos o españoles y seguro dejó marcados sus tapones en alguna tibia; ni tampoco horrorizaban a nadie las andanzas del Chengue Morales cuando administraba como nadie su agresividad bien entendida.

¿Un rival se va solo hacia el gol en un partido empatado que además es una final y alguien siquiera osa plantear que haya más de una opción? El que no nos crea, que revise la reacción del técnico rival, que le tocó la cabeza y lo miró hasta con orgullo, como se mira a aquellos a los que nos gustaría tener de nuestro lado. Sin embargo, se vieron incluso pedidos de cárcel con trabajos forzados, trabajo comunitario y retiro de licencia federativa para el juvenil por el simple hecho de desarticular un avance rival en una acción que hubiera sido casi de rutina para cualquier jugador oriental pre proceso del Quetejedi. Ojo, ahora debemos rodear al botija Valverde, ese de la peinada sobria y un medido uso de las palabras, sin tatuajes y pronto a estrenar paternidad a una edad en la que ahora se los considera casi niños. Debemos cuidarlo, porque la presión social va a apuntar a estigmatizarlo, a tildarlo de violento. Tendremos que apuntalarlo, porque le va caer encima el rezongo por haber tirado abajo la buena imagen del nuevo futbolista uruguayo, tal vez hasta lo dejen de citar para el combinado como escarmiento. Y eso, queridos obdulistas, no lo podemos permitir.

El Pajarito ejecutó con frialdad de cirujano una juntada de rodillas que hizo que, en alguna parte, Ronald Paolo Montero se sirviera un whisky con la satisfacción de saber que no todo está perdido. Gustavo Poyet, pese a ser a esta altura un lord inglés, les dejó bien claro a todos los señoritos horrorizados que un jugador uruguayo tiene claro que hay que hacer lo que hay que hacer. Pablo García, desde la lejana Grecia, gritó desde la soledad de su living: “Bajalo, Pajarito, bájalo” y el botija fue, con 3 millones atrás. Que no le corten las alas al Pajarito y que dejen volver a los finos ejecutores de la patada, que al final de cuentas, no deja de ser un recurso contemplado en el reglamento. A ferpleiar, a la ferpleiería.