¿A cuántos les pasó que alguna vez alguien les hizo esa pregunta al no tener muy claras las condiciones de juego? Es siempre un momento difícil, ya que obliga a hacer algún movimiento arriesgado saliendo de los lugares en los que uno se siente cómodo. Y algo de eso es lo que aqueja al combinado por estas horas, diagnostico confirmado tras ver lo mostrado ante el team guaraní.

Para empezar, algo está pasando en el fútbol mundial, porque usted habrá visto a otros Paraguay a los que era imposible entrarles tocando la pelota, inexpugnables en el juego aéreo y siempre impecables en cuanto al dispositivo defensivo. Amén de que jamás se lesionaban solos, directamente jamás se lesionaban. Bueno, que se ocupen los amigos de “Que vuelva la albirroja de antes”, si es que existen, pero vimos a una versión dietética de lo que ha sabido ser el combinado chupa tereré.

Contra ese Paraguay tibio, timorato y carente de la endurance de otrora, nosotros salimos a disfrutar el partido. Sin la presencia perturbadora y obstaculizante para propios y extraños del player Luis Alberto Suárez, el Quetejedi dispuso una oncena dispuesta a todo. Y cuando decimos todo, nos referimos a tener un 68% de posesión. Una atrocidad, casi como llevarse la pelota para la casa. ¿y para qué? Si al final termina ganando por un gol y con la hombría a la altura de las amígdalas, salvándose porque un delantero paraguayo tiene dos pies izquierdos. Y es derecho.

Toquetón, atildado, puntilloso. Así era el accionar de un Uruguay al que le faltaban los pajaritos y las mariposas revoloteando mientras el hincha gourmet calendarista veía al borde del orgasmo futbolístico como los Bastriboys se juntaban con De La Rasqueta y De La Crush (se toma mejor fría) para esconderle la pelota al rival sin generar casi peligro. Y cuando por esas cosas de la vida y el fútbol se terminaba acercando al arco, aparecía alguna definición defectuosa o el goalkeeper para mantener un cero que solo se rompería por un penalito que nos cobran y una ejecución categórica de nuestro buque insignia, el player Roberto Cavani. Acaso tomando prestados los fundamentos de su hermano, el gran goleador Patoruzú Guglielmone, el cazador de jabalíes/cortador de pasto a azada/come guiso caldudo/piloteador de avionetas ejecutó como se debe la pena máxima y ni siquiera sonrió.

Llegaría un trámite similar en el segundo tiempo, combinando el desaprovechamiento de chances que dejaba el rival con alguna zozobra, como incitando a que le empardaran las acciones. Eso sí, sin ninguna señal de algo que alterara el orden del universo y mostrara una señal de que nos íbamos a parecer en algo a lo que alguna vez fuimos. No, porque no revoleamos ninguna pelota, no definimos bien un contragolpe, no pegamos una patada cuando había que pegarla, mucho menos nos llevamos alguna tarjeta de esas que ayudan a que los players agarren confianza.

Si a usted le preguntan qué somos, seguramente no sepa qué decir. Mucho menos lo sabemos nosotros, en un momento de desesperanza al ver a un equipo que claramente no representa a un sector de la población. Hoy, en este bendito país, hay ciudadanos que festejan haber ganado la posesión y que nuestros jugadores tengan sote en conducta. Así estamos, con la diferencia de que a los nuestros no les mueve un pelo que les pregunten qué somos.