Hay partidos en los que todo está en el lugar en el que tiene que estar. El goalkeeper ataja, la defensa se abroquela, el mediocampo se multiplica, la delantera se sacrifica y los relevos cumplen. También sale lo que planifica el técnico y generalmente eso termina redundando en un buen resultado. O en uno relevante como el logrado ante Colombia con muchos ingredientes de los que habitualmente se le piden a un combinado oriental: dos líneas de cuatro bien plantadas, marcadores de punta que marcan las puntas, orden táctico y presencia en la cancha.

Si lo analizamos fríamente, era imposible que Uruguay perdiera luego de ponerse en ventaja a los 5 minutos. Hubiera sido imperdonable que eso pasara, luego de que el Quetejedi recurriera a tres esforzados elementos del medio local para completar el plantel (dos de bigote y el otro de ébano, dos de ellos provenientes del enjundioso Rentistas). Si le sumamos a players como el Jockey Torreira, el Carnicero Arambarri, el muchacho que bebe y la vuelta del pundonor e un Roberto Cavani; podíamos decir que el plantel se parecía bastante más a los de otros tiempos.

Como todo equipo monolíticamente afiatado, se construyó la firmeza de atrás hacia adelante. Desde el arco, con la confianza que transmite a una defensa saber que la espalda está cubierta por un guardameta dispuesto a utilizar sus manos si la ocasión lo requiere. Y no es poco, créanos. Con una pareja de backs que juega de memoria y se complementa como sólo la amarga y el vermú lo pueden hacer, un centrojás que -aunque pequeño en estatura- sabe lo que tiene que hacer un centrojás y delanteros que hacen lo que tienen que hacer; todo es más fácil.   

Y así se ganó, aprovechando las ocasiones y pegando en los momentos justos. Sin pizarrear, como le gusta al uruguayo de a pie (no así al calendarista, que ojo, merodea peligrosamente cuando pasan estas cosas). Volvió Roberto Cavani y volvió la sencillez de un uruguayo de otro tiempo, o de todos los tiempos. Pero también volvieron los que cantan que hay algo que sigue vivo o vuelven a subirse al carro de los éxitos incluso sin tener mucha idea de por qué lo hacen. Por cada cierre de Cáceres, hay 1 millón de corazones en Instagram a su foto en calzoncillos; por cada tranque de Torreira, hay diez reclames que buscan venderle cosas a la gente en nombre de la gloriosa casaca color cielo. Son estas las crónicas más difíciles de escribir, porque hay poco para objetar. Si acaso se pueda reclamar alguna tarjeta, algún botín negro y una camiseta celeste (o en su defecto roja).

Viene Brasil, y es en el coloso de cemento. Hay que ganar, con los huevos en la punta de los botines, sin firuletes, con un gol en la hora y si es posible, bien feo. Pero si toca perder, hay que tener bien claro que siempre importa más la forma que el contenido.