Llegó la hora de hacer balances, ahora que terminó el Mundial para nosotros. Y no se sorprenda cuando termine el torneo y anuncien que Uruguay ganó el premio ferplei. Y no es pegar por pegar, para nada. Pero tampoco está mal, ¿o acaso tiene sentido irse para la casa sin saber cómo reacciona el habilidoso de turno ante una sacudida de esqueleto por parte de algún zaguero, marcador de punta o centrojás? ¿Está mal mostrarle de qué están hechos nuestros tapones a aquel contrario que quiere plantar bandera ante nuestra pasividad?, ¿es pecado juntarle las rodillas al que pizarrea, como hizo el Mono Pereira en 2014?

No vamos a explayarnos demasiado en esta crónica, pero hay puntos fundamentales sobre los que se construye un equipo sólido y respetable. Que después podrá ganar o perder, incluso empatar. Pero la presencia del equipo en cancha es innegociable. Por eso duele irse en un partido en el que el rival tuvo más goles que tiros al arco, aunque eso pueda parecer imposible. Y duele irse con solo una amarilla, que todavía fue sin querer. ¿Los demás? Foja cero.

Vamos perdiendo 2-0 y falta poco, el rival nos está mostrando la pelota, nos está queriendo hacer entrar y no entramos. ¡Increíble! Uno pensaba que cuando se suscitó esa scaramuza, iba a volar algún golpe de puño, o en su defecto algún uruguayo iba a llegar a destiempo a la carrera del ágil Mbappé con la desgracia de causarle alguna lesión leve que le impidiera participar del próximo partido. Porque si ganan bien y no sobran, se les da un fuerte apretón de manos y cada uno a su vestuario. Pero sobrar a Uruguay, no.

Una gresca hubiera desahogado la impotencia del combinado por el resultado adverso, y habría diezmado al rival para la semifinal. Si había suspensiones, se cumplirían en tiempo y forma. Si igual falta para volver a jugar. Pero irnos así, no. Fue un mismo francés, Zidane, el que alguna vez se retiró del fútbol pegando un cabezazo a un rival que algo habría hecho. Lo hizo porque sabía que se retiraba y no le importó hipotecar su chance de volver a ser campeón del mundo. ¿No había ninguno de los muchachos más veteranos que fuera capaz de inmolarse, sabiendo que estos eran sus últimos cartuchos con la Celeste?

Traslademos este partido al 2002. El Dios de ébano Richard Morales se habría ido del estadio con los papeles de adopción de Pogba firmados y prontos para sellar. El Canario García habría dejado su huella en el tobillo del joven Mbappé, que le dolería los días de humedad por el resto de sus días. Paolo Montero se hubiera hecho acreedor de una roja directa en los instantes finales, solo para no sentir que se había guardado algo. Ah, y el quetejedi no fue honesto en lo táctico. Como dijimos en el uno x uno, no hubiera sido un pecado alinear al Mono Pereira, Giménez, Coates, Godín, y Cáceres en la línea de 5, a Torreira con Nández, el Cebolla y Sánchez (único partido perdido, sin la presencia de nuestro más cercano al ébano en cancha), con Suárez arriba por las dudas.

Nos fuimos de un Mundial superados por un rival europeo que nos superaba en jugadores de color negro por destrozo, y todavía no alineamos al único nuestro. Nuestra única tarjeta fue de nuestro jugador más atildado por un faul que nunca quiso cometer, y así no se puede. Hay cosas para destacar, en cuanto a algunos players rescatables y otros que deberán venir. Un equipo uruguayo precisa más negros, más pierna fuerte, más medio local, menos hinchas calendaristas y una buena dosis de incomodidad para la vista del espectador propio y ajeno. Todavía no volvió del todo la Celeste de antes, está en nosotros hacer balances y hacer que vuelva.