Un team uruguayo acaba de consagrarse campeón del mundo. ¿Y cómo enfrentarse a volcar todo lo que se nos pasa por la cabeza en estas horas de profunda algarabía por lo que han hecho? Esto va a quedar para siempre, como perdurarán las formas en las que se consiguió y una esencia que no se puede matar así nomás. No va en ganar o perder, no, en absoluto. Hemos ganado, varias veces. Y lo hecho por estos botijas fue fiel a lo que siempre debe guardar fidelidad un combinado oriental. Ganar así, jugando con una línea de cuatro firme, un 5 y capitán dueño del cuadro y un 10 que luce sus últimos cortes de pelo a los 20 años, emociona y merece ser destacado.
Aunque algunos de ellos se corten el pelo de formas que tal vez no son las de otrora y se hagan los claritos, incluso, otros. ¿Botines negros? Y, la verdad que hay pocos. Incluso se vio a algún player compatriota acomodarse el sutién tras una corrida en la que hubo que forcejear con un rival. Aunque el arquero no juegue de negro y use aparatos fijos para acomodar los dientes, no olvidemos nunca que es este un combinado juvenil que va por la vida cantando murga en la bañadera al influjo de un médico que también es animador de un tablado y de un referente del fútbol y de la vida como el Ruso Pérez.
No perdamos de vista que es este un equipo en el que hay valores que permanecen indelebles, que hay un DT con cositas de Víctor Haroldo Púa en lo táctico, de Juancito Lopez en lo psicológico y del prócer Artigas en la nariz aguileña y el gesto serio. Y no dejemos que pase de largo el hecho de que hay, siempre habrá, players humildes que honran a la gloriosa malla color cielo en cada tranque, en cada pared y en cada incursión en el área rival.
Estos botijas se abroquelaron en defensa con una carpeta que le pesaría al mismísimo Paolo Montero, metieron y jugaron en el medio –donde se ganan los partidos- de una forma tal que casi hacen sonreír al Canario García, fueron pícaros y efectivos arriba como para que los Balones de Oro y Plata del Nico Olivera y Marcelo Danubio Zalayeta brillaran como siempre. O como nunca. Con perfil bajo y amor a la camiseta, sin lugar a estridencias que empañen el salir a jugar en cualquier cancha sin quejarse del estado del terreno de juego. Porque estos juveniles salieron de esas canchas de tierra y piedras de las que hay en todo el país, de las que tienen pozos y en las que el pasto es muchas veces un lujo.
Quedate tranquilo, Obdulio. Hay un gurí que se para igual que vos con el pantalón por arriba del ombligo y los brazos atrás. Y es de Villa Española, ese barrio que hiciste tuyo, aunque no fueras de ahí. También podríamos decir que se parece a Darío Rodríguez en la percha, en las medias bajas y en el puesto, porque siempre dijimos que Darío se parecía a vos. Habrá que creer en estas cosas y no en otras.
Quédese tranquilo usted también, Mariscal. A falta de un patrón del área, había dos. Uno que habla inglés y prende la computadora, como el hijo del Boniato, pero al que seguramente usted vio imponer voz de mando y firmeza en el fondo. Ni que decir del otro, que se fue a los cuatro años del país y eligió a la Celeste por encima de la de su país de crianza o del otro al que le ganaron la final del mundo. Juveniles, sí, pero un EQUIPO de HOMBRES. En todo el sentido de esas dos palabras.
Si el Ruso Pérez, con la serenidad necesaria tras el fragor de la lucha y la vuelta olímpica, pronuncia sin tartamudear ni permitiendo que la emoción se apodere de su voz que “esto debe ser un golpe anímico en jóvenes para forjar los futuros campeones”, podemos estar tranquilos todos: seguirá dando criollos el tiempo.
Salú, campeones del mundo, esforzados atletas que acaban de triunfar. Suenan los tambores y las canciones que hablan de que la gloriosa celeste nació del barrio y del picado callejero, de que cuando juega Uruguay corren tres millones o la que les canta a los gorriones de color celeste. Que vuelvan siempre los juveniles de antes, de hoy y de mañana. Que vuelva siempre la Celeste de antes, la que no para de volver más allá del circunstancial dulzor de las mieles del triunfo o de la amargura por la derrota.